El día en que el Zócalo ardió sin fuego

Por Staff Redaccion
*** Una Ciudad cercada, un gobierno que acusa y un país que ya no cabe en sí mismo
Con Tlatelolco TV
Ciudad de México, sábado 15 de noviembre. – La ciudad despertó en estado de alerta. Antes de que el primer contingente marchara, el Zócalo ya estaba blindado con vallas metálicas que brillaban como una advertencia anticipada. No eran sólo muros de contención: eran un mensaje del poder hacia la ciudadanía. La capital amanecía, otra vez, con miedo a su propia gente.

Desde el Ángel de la Independencia, miles —17 mil, según cifras oficiales— avanzaron con pancartas contra la violencia que desgarra al país. Mujeres, jóvenes, familias enteras, colectivos: un mosaico de dolores y exigencias que buscaba llenar de sentido una tarde marcada por la incertidumbre. Pero al final, el discurso oficial intentaría reducirlo todo a una palabra: provocación.
El quiebre en la plancha
La marcha transcurrió entre consignas, batucadas y el cansancio de un país que lleva demasiados años gritando. Hasta que la irrupción de cerca de mil personas encapuchadas rompió la calma relativa. Llegaron al Zócalo con martillos, cadenas, alicates y explosivos caseros, golpeando las vallas de Palacio Nacional como si quisieran derribar el símbolo más rígido del poder.

Los elementos de la Secretaría de Seguridad Ciudadana (SSC) formaron una valla humana para contener la embestida. En ese momento, la protesta se fracturó en dos realidades: la de quienes marchaban por justicia y la de quienes se enfrentaban a golpes y explosivos contra el cerco metálico. El ambiente se llenó de humo, de gritos, de extintores, de escenas que recordaban que la violencia dejó de ser excepción para convertirse en rutina.

El saldo final:
—20 detenidos,
—20 remitidos por faltas administrativas,
—60 policías lesionados,
—40 hospitalizados.
Un país desangrándose por dentro, resumido en una tarde.
La versión del poder
En conferencia de prensa, el secretario de Gobierno, César Cravioto, y el titular de Seguridad Ciudadana, Pablo Vázquez Camacho, denunciaron la presencia de “grupos de derecha” que, dijeron, infiltraron la marcha con la intención de provocar daños. Justificaron las vallas como medidas para evitar confrontaciones y defendieron el operativo como un ejemplo de “respeto a la libre manifestación”.

Pero entre las calles, entre la gente que sí marchó por convicción y por duelo, las preguntas eran otras:
—¿Quién infiltró a quién?
—¿Por qué la ciudad se blinda antes de escuchar?
—¿A quién le conviene un país donde la protesta nace muerta bajo la sospecha?
El Gobierno Central presentó su propio guion. Pero en la calle, la realidad era menos ordenada y mucho más dolorosa.

Una ciudad que aprende a vivir entre muros
Desde la Base Morelos, la SEGOB monitoreó cada movimiento. Servidores públicos caminaron entre los contingentes. Bomberos, Protección Civil, Metrobús, Metro y Derechos Humanos se desplegaron como piezas de un engranaje enorme.
Pero en el fondo, todos cumplían la misma función: contener.
Porque cuando el Estado despliega más muros que soluciones, el mensaje es claro:
la protesta es un riesgo, no un derecho.
El país que arde por dentro
Las vallas derribadas en el Zócalo no sólo protegían Palacio Nacional. Eran el símbolo de un país donde la distancia entre el poder y la gente se ha vuelto un abismo. Un país donde la violencia no viene sólo de grupos encapuchados, sino de décadas de promesas rotas, de carpetas sin respuesta, de vidas truncadas, de un dolor que se acumula como pólvora húmeda bajo la superficie.
La denuncia social no está en los explosivos caseros.
Está en las familias que llevan años buscando a los suyos.
En los jóvenes sin futuro.
En la gente que marchó porque ya no sabe cómo vivir con miedo.
Y eso, ni el Gobierno ni ninguna conferencia de prensa lo puede ocultar.
El país ya no cabe detrás de ninguna barricada
Lo que quedó después de la marcha no fueron los martillos ni las explosiones.
Lo que quedó fue la certeza de que el país ya no cabe detrás de ninguna barricada.
El Gobierno puede culpar a “la derecha”, “infiltrados”, “provocadores profesionales”.
Puede repetir su guion hasta desgastarlo.
Pero lo que estalló en el Zócalo fue el hartazgo acumulado de millones que sobreviven entre la violencia y el abandono.
Porque cuando un pueblo deja de creer en quien debería protegerlo, no hay muro que alcance.
No hay valla que detenga.
No hay operativo que controle.
No hay narrativa que tape el ruido de un país al borde del colapso.
Ellos celebran haber “contenido la violencia”.
Pero la violencia no fue contenida.
La violencia se quedó en las calles,
en las casas donde falta alguien,
en los barrios donde manda el crimen,
en los jóvenes que ya no creen en nada.
Y mientras el poder siga levantando muros en vez de levantar justicia, llegará un día —tan inevitable como la rabia que se acumula— en que ninguna valla, ninguna policía, ninguna muralla de acero podrá contener lo que viene.
Porque cuando México explota,
explota desde abajo,
desde la herida que nunca atendieron,
desde la memoria que al poder le incomoda.
Y ese estallido,
ese sí,
no habrá Zócalo blindado que lo detenga.